martes, 17 de marzo de 2009

Cambia, todo cambia ...


Carloncho llegó a casa de casualidad; lo habían dejado dentro de una caja de cartón en el umbral de la casa de al lado. Mi hermano lo vio y lo cargó en su mochila.
Era una rara mezcla de ovejero belga y vaya a saber que, hermoso, inteligente, compañero, de porte majestuoso pero … era mordedor. Su pequeño hobby consistía en morder a todos los desconocidos que llegaban a casa; no discriminaba: soderos, carteros, vendedores, visitas. Nunca terminamos de entender si lo que lo impulsaba era su espíritu salvaje de perro-mezcla o si esa era su forma de darle la bienvenida al que llegaba. Claro, los visitantes no apreciaban el detalle.
Por supuesto que con nosotros era el mejor perro del mundo, una especie de caniche toy tierno y gigante siempre dispuesto a jugar y a divertirse.
Carloncho nos trajo un millón de problemas, hasta una denuncia en la seccional del barrio por haber mordido a Don Gerardo, nuestro vecino de la esquina, que tuvo la mala idea de empujar la verja y entrar sin llamar primero. Creo que los problemas cardíacos de Don Gerardo comenzaron ese día, cuando tuvo que treparse al tapial de un salto con el pantalón roto, mientras el perro le seguía enseñando los dientes desde abajo.
Después de este episodio, mi madre opinó que ya había tenido demasiada paciencia y que tampoco estaba dispuesta a terminar sus días en la cárcel debido a la afición masticatoria del Carlo. Se decidió entonces (ella decidió en realidad) que el perro empacara sus pocas pertenencias (una manta vieja sobre la cual dormía, una pelota de goma rayada y un par de huesos caracú añejos) y saliera para siempre de nuestras vidas. No hubo ruego, ni llanto, ni argumento que la convenciera. Carloncho partió al otro día rumbo al campo de unos amigos que accedieron a llevárselo para que hiciera allí las veces de perro guardián.

A la semana nos avisaron que el Carlo se había escapado, ya nunca volveríamos a saber de el ni podríamos visitarlo como nos habían prometido! Se redoblaron entonces los lamentos, los lloros y las recriminaciones.
Pasó un mes, pasaron dos, nos fuimos resignando y olvidando del episodio, pasaron tres meses. Una noche mientras mirábamos la tele, escuchamos el ladrido ronco de nuestro perro. Salimos corriendo al jardín … y allí estaba! Lo habían golpeado, tenía una oreja partida y una de las patas traseras colgando literalmente, apenas podía caminar, sin embargo movía frenéticamente la cola y lloraba, si lloraba de felicidad. Nosotros también llorábamos claro. Había recorrido mas de 100 km de vuelta a casa.
Carloncho volvió cambiado, ya no gruñía ni ladraba fuerte, no mostraba los dientes y mucho menos mordía, ni un amague siquiera. Como si en esos meses hubiera hecho un retiro espiritual con perros tibetanos, un seminario de filosofía perruna, un curso de insight canino, su personalidad había dado un vuelco radical y definitivo.
Nunca supimos que le pasó pero ya no hubo necesidad de atarlo, ni de sacarlo con bozal y correa; deambulaba suelto por cualquier lado y terminó siendo la mascota de todos en el barrio. De todos menos de Don Gerardo que nunca quiso aceptar que la gente, perdón, los perros cambian.

Para mi Dani, que ama la historia del Carlo, y hoy ya tiene un corazón sano :) :) :)