Tres de la mañana en Retiro, sin pasaje hasta
las seis. Trato de acomodarme en la silla de plástico duro. Frente a mi se
instalan Papá y quichicientos hijos con bolsos, bolsitos, paquetes y paquetitos
de formas y envolturas extrañas. Ese colorido e irregular equipaje – pienso – debe
ser su casa entera empaquetada para ser trasladada a cuestas como un caracol
humano. Quien sabe donde van, de donde vienen. Son de la especie “pasajeros en
tránsito perpetuo” – pienso – de esos que uno encuentra en todas las estaciones
del mundo. El mas pequeño llora sin parar. Su lamento infantil llena la
estación casi desierta en la quietud de la noche. Su angustia húmeda y
estridente acompaña la mía, seca y silenciosa. También me gustaría llorar,
gritar y patear pero no puedo. Ser un niño tiene sus ventajas –pienso – al
menos el puede desahogarse a gusto.
Papá se esfuerza en mil maniobras de consuelo
sin resultado cuando de pronto en la semipenumbra se materializa Mamá. ¿De
donde salió? Tal vez estaba dentro de algún paquete – pienso – es tan menuda
que no sería raro. Mamá tiene el pelo negro hasta la cintura y unos pocos
dulces en la mano que reparte alegrando las caritas de los que quedan
despiertos.
La
alegría cabe en un caramelo – pienso. Amorosamente toma al gritón en sus brazos
y lo acuna mientras le canta suavemente en una lengua que no comprendo. El
arrullo de una madre siempre es mágico – pienso, mientras me aflojo un poco la
corbata de la pena y me pesan los ojos ... .
La noche sigue su camino acunada como yo por
ese canto que acompaña la modorra de la
madrugada. A las 5:30 las dos nos despedimos en silencio de Papá, Mamá y los
quichicientos; la noche se va por fin a dormir y yo me voy por fin a casa.