En el colegio fui una alumna mediocre.
Estudiaba lo justo y necesario, y a veces menos de lo necesario incluso. La
llevaba digamos, con sus mas y sus menos, con algún que otro malabarismo de
promedios a fin de año, con alguna ida a la iglesia mas cercana a rogar
frenéticamente por un milagro (esto es cierto eh? nada como la desesperación
para incrementar la fe). Todo era medianamente soportable salvo ... matemática
la odiada. Para mi siempre fue un misterio insondable, un lenguaje
indescifrable, una tortura china, doce años de sufrimientos y padecimientos. No
tengo idea de cómo hice para sortear curso a curso esa maraña de números,
fracciones, quebrados, logaritmos, ecuaciones ... no sé, visto a la distancia
me siento una especie de heroína que resistió los embates de esta ciencia y
salió indemne, absolutamente indemne, digo, literalmente indemne porque al día
de hoy no quedó alojado en mi cerebro un solo conocimiento matemático. Bueno,
momento! ... no me mire con lástima, soy capaz de sumar, restar, multiplicar
... y esteeeemmm dividir ... ya se me
complica.
A pesar de lo anteriormente expuesto solo me
la llevé a rendir una vez. Ohhh - dirá
Ud – pero entonces no era tan mala!. Y yo reiteraré que si, que era peor que
mala pero tenía incentivos en casa. Acertó si, no sabe lo buena incentivadora
que era mi madre, capaz de hacer que a una mula le dieran el Nobel si era
necesario. No me explayaré sobre la metodología “psico-pedagógico-amenazante”
de mi progenitora porque no viene al caso, pero créame que era efectiva.
¿Y lo de el comedimiento? - dirá Ud.
Bueno, tiene que ver con todo esto y es una
pequeña lección que quisiera enseñarle. Este blog también es un servicio a la
comunidad.
No sea comedido.
No sea comedido, no abogue, no interceda, no
tercie, no medie, no se meta, no nada.
Alli estoy ¿me ve? Tercer año, diciembre,
último recuperatorio de matemática del año, última oportunidad de zafar. Un
nueve necesito, poca cosa. Me entregan la prueba y: (aquí música de Carrozas de
Fuego por favor y yo en cámara lenta cayendo de rodillas con el puño en alto)
el milagro se produce: un nueve! Estoy salvada.
Unos bancos mas allá, Caro está desencajada, al estilo del fan de Wanda se lamenta y llora
desconsoladamente. Es que ella , tan burra como yo que por algo somos amigas,
también necesita un 9, pero en su hoja figura un 8.
A ver? – digo yo metiéndome donde no me llaman
– mmm, ajá, si ... ajá ... si, si, esto da 420 y esto está bien resuelto ...
ajá ... . Pero las pruebas son idénticas! Donde está la diferencia? Porque te
puso un 8???
En un rapto absurdo y justiciero le arrebato
la prueba, me planto delante del escritorio de la profe y le pido
explicaciones. Como es que ella se la lleva? Como un ocho? Si su prueba y la
mía son iguales ... . La profe toma las dos hojas, las mira, las examina, las compara
y me dice: “Tiene razón, me equivoqué, gracias por hacérmelo notar ... ud
también tiene un ocho ... nos vemos en la primer mesa de Diciembre?.”
No me desmayé alli mismo de casualidad, ese
episodio ha forjado mi temple, después de eso puedo soportar cualquier cosa ...
.
Gracias Caro (aunque no vas a leer esto) por
recordar la anécdota hace unos días y por las risas cada vez que la contamos a
dúo y porque el comedimiento salió mal en ese momento, pero amortizó en diversión
en el transcurso del tiempo.
Igual te digo, seguís en deuda conmigo … .